

Llegué a casa y encontré a mis hijos sentados en el porche, con las maletas hechas y confusión en los ojos. Me dijeron que yo les había dicho que se marcharan, pero no lo había hecho. Mientras mi corazón se aceleraba y cundía el pánico, un automóvil se detuvo en la entrada de casa y, cuando vi quién iba al volante, supe que las cosas iban a empeorar.
Cuando entré en el garaje, el corazón me dio un vuelco. Allí estaban mis hijos, sentados en la escalera con las maletas a su lado. Se me revolvió el estómago. No teníamos ningún viaje planeado. ¿Por qué esperaban mis hijos con las maletas hechas?
Salté del automóvil, cerrando la puerta tras de mí.
“¿Qué ocurre?”, grité, corriendo hacia ellos.
Mi hijo Jake me miró, confuso. Sólo tenía diez años, pero en aquel momento parecía tan pequeño, tan inseguro.
“Nos dijiste que lo hiciéramos”, dijo en voz baja.
“¿Que qué les dije?”, pregunté, con la voz aguda. Me arrodillé frente a ellos, con las manos temblorosas. “¿Por qué están aquí con sus cosas?”.
“Nos enviaste un mensaje”, continuó, mirando a su hermana pequeña, Emily, que aferraba su conejo de peluche. “Nos dijiste que hiciéramos las maletas y esperáramos fuera. Dijiste que papá vendría a buscarnos”.
Me quedé helada. Mi cerebro se aceleró. “¿Qué? No, no lo hice”, dije, alzando la voz. “Nunca haría… déjame ver tu teléfono”.
Jake vaciló, lo sacó del bolsillo y me lo dio. Hojeé los mensajes y se me heló la sangre al leer:
“Soy tu madre. Recojan sus cosas, cojan el dinero que les he dejado y esperen a papá. No tardará en llegar”.
Las palabras se desdibujaron ante mí. Yo no había enviado eso. No les había dicho que hicieran nada de esto. El corazón me latía con fuerza y sentí una oleada de náuseas. No podía creer lo que estaba viendo.
“¿Mamá?”, la suave voz de Emily se abrió paso entre mi pánico. La miré y sus grandes ojos azules escrutaron los míos. “¿Vamos con papá?”.